(…)Esta película nació
de la confluencia de dos sueños. Dalí me invitó a pasar unos días en su casa y,
al llegar a Figueras, yo le conté un sueño que había tenido poco antes, en el
que una nube desflecada cortaba la luna y una cuchilla de afeitar hendía un
ojo. Él, a su vez me dijo que la noche anterior había visto en sueños una mano
llena de hormigas. Y añadió: “¿Y si, partiendo de esto, hiciéramos una
película?”.
En un principio me
quedé indeciso, pero pronto pusimos manos a la obra, en Figueras. Escribimos el
guión en menos de una semana, siguiendo una regla muy simple, adoptada de común
acuerdo: no aceptar idea ni imagen alguna que pudiera dar lugar a una
explicación racional, psicológica o cultural. Abrir todas las puertas a lo
irracional. No admitir más que las imágenes que nos impresionaran, sin tratar
de averiguar por qué.
En ningún momento se
suscitó entre nosotros ni la menor discusión. Fue una semana de identificación
completa. Uno decía, por ejemplo: “El hombre saca un contrabajo” “No”,
respondía el otro. Y el que había propuesto la idea aceptaba de inmediato la
negativa. Le parecía justa. Por el contrario, cuando la imagen que uno proponía
era aceptada por el otro, inmediatamente nos parecía luminosa,
indiscutiblemente y al momento entraba al guión.
Cuándo éste estuvo
terminado, en seguida advertí que la película sería totalmente insólita y
provocativa y que ningún sistema normal de producción la aceptaría. Por eso
pedí a mi madre una cantidad de dinero, para producirla yo mismo. Ella,
convencida gracias a la intervención de un notario, accedió a darme lo que le
pedía.
Regresé a París. Cuando
hube gastado la mitad del dinero de mi madre en salas de fiestas, me dije que
era necesario tener un poco de seriedad y que había que hacer algo. Me puse en
contacto con los intérpretes, Pierre Batcheff y Simone Mareuil, con Duverger,
el operador y con los estudios de Billancourt, donde, en unos quince días, se
rodó la película. En el plató no éramos
más que cinco o seis. Los intérpretes no sabían absolutamente nada de lo que
estaban haciendo. Yo le decía a Batcheff, por ejemplo: “Mirá por la ventana,
como si estuvieras escuchando a Wagner. Más patético todavía”. Pero él no sabía
lo que estaba mirando. Técnicamente, yo poseía ya un conocimiento, una
autoridad suficiente y me entendía perfectamente con Duverger, el operador.
Dalí no llegó hasta
tres o cuatro días antes del final del rodaje. En el estudio, se encargó de
echar pez en los ojos de las cabezas de asno disecadas. En una de las tomas,
era uno de los hermanos maristas que Batcheff arrastra penosamente; pero no
sería ésta la toma que se montara el fin (no recuerdo por qué razón). Se le ve
un momento de lejos, corriendo en compañía de Jeanne, mi novia, después de la
caída mortal del protagonista. El último día de rodaje, en el Havre, Dalí
estaba con nosotros.
Una vez terminada, y
montada la película, ¿qué podíamos hacer con ella? Un día, en el “Dome”,
Thériade, de Cahiers dárt, que había oído hablar de Un chien andalou (yo
guardaba cierta reserva con mis amigos de Montparnasse), me presentó a Man Ray.
Éste había terminado hacía poco en Hyéres, en casa de los Noailles, el rodaje
de una película titulada Le Mystère du Chateau de Dè (documental sobre la
mansión de los Noailles y sus invitados) y estaba buscando un complemento de
programa.
Man Ray me citó días
después en el bar de “La Coupole” (que se había inaugurado hacía un año o dos)
y me presentó a Louis Aragon. Yo sabía que los dos pertenecían al Grupo
Surrealista. Aragon, tres años mayor que yo, estaba adornado con toda la gracia
de los buenos modales franceses. Charlamos un rato y yo le dije que, en algunos
aspectos, mi película podía considerarse surrealista, o así me parecía a mí.
Man Ray y Aragon vieron
la película al día siguiente en el “Studio des Ursulines”. A la salida, muy
convencidos, me dijeron que había que darle vida cuanto antes, exhibirla,
organizar una presentación.
El surrealismo fue,
ante todo, una especie de llamada que oyeron aquí y allá, en los Estados
Unidos, en Alemania, en España o en Yugoslavia, ciertas personas que utilizaban
ya una forma de expresión instintiva e irracional, incluso antes de conocerse
unos a otros. Las poesía que yo había publicado en España antes de oír hablar
de surrealismo dan testimonio de esta llamada que nos dirigía a todos hacia
París. Así también Dalí y yo, cuando trabajábamos en el guión de Un Chien
Andalou, practicábamos una especie de escritura automática, éramos surrealistas
de etiqueta.
Había algo en el aire,
como ocurre siempre. Pero tengo que añadir que, por lo que a mí respecta, mi
encuentro con el grupo fue esencial y decisivo para el resto de mi vida.
Aquel encuentro tuvo lugar
en el café "Cyrano" de la place Blanche, en el que el grupo celebraba
sus sesiones diariamente. Me presentaron a Max Ernst, André Breton, Paul
Eluard, Tristan Tzara, René Char, Pierre Unik, Tanguy, Jean Arp, Maxime
Alexandre, Magritte.
Todos, salvo Benjamín Péret, que entonces estaba en
Brasil. Me estrecharon la mano, me ofrecieron una copa y prometieron no faltar
a la presentación de la película, de la que Aragon y Man Ray les habían hecho
grandes elogios.
Aquella primera
proyección pública de Un chien andalou fue organizada con invitaciones de pago
en las "Ursulines" y reunió a la flor y nata de París, es decir,
aristócratas, escritores y pintores célebres (Picasso, Le Corbusier, Cocteau,
Christian Bérard, el músico Georges Auric) y, por supuesto, el grupo
surrealista al completo.
Muy nervioso, como es
de suponer, yo me situé detrás de la pantalla con un gramófono y, durante la
proyección, alternaba los tangos argentinos con Tristán
e Isolda. Me había puesto unas piedras en el bolsillo, para tirárselas al
público si la película era un fracaso. Tiempo atrás, los surrealistas habían
abucheado La coquille et le clergyman, película de Germaine Dulac (sobre guión
de Antonin Artaud) que a mí, no obstante, me gustaba. Yo esperaba lo peor.
No necesité las
piedras. Cuando terminó la película, desde detrás de la pantalla oí grandes
aplausos y, discretamente, me deshice de mis proyectiles, dejándolos caer al
suelo.
Mi entrada en el grupo
surrealista se produjo como algo sencillo y natural. Fui admitido a las
reuniones que se celebraban diariamente en «Cyrano» y, alguna que otra vez, en
casa de Bretón, en el 42 de la rué Fontaine.
El «Cyrano» era un auténtico
café de Pigalle, popular, con putas y chulos. Llegábamos, generalmente, entre
cinco y seis de la tarde. Las bebidas consistían en «Pernod», mandarín-curasao
y picón-cerveza (con una gota de granadina). Esta última era la bebida favorita
del pintor Tanguy. Bebía un vaso y luego otro. Al tercero, tenía que taparse la
nariz con dos dedos.
Aquello se parecía a
una peña española. Se leía, se discutía tal o cual artículo, se hablaba de la
revista, de un testimonio que había que dar, de una carta que había que
escribir, de una manifestación. Cada cual exponía su idea y daba su opinión.
Cuando la conversación debía girar en torno de un tema concreto y más
confidencial, la reunión se celebraba en el estudio de Bretón, que quedaba muy
cerca.
Cuando yo llegaba de
los últimos, no daba la mano más que a los que estaban cerca de donde yo iba a
sentarme y me limitaba a saludar con un ademán a André Bretón si estaba lejos
de mí. Un día preguntó a otro miembro del grupo: «¿Es que Buñuel tiene algo
contra mí?» Le respondieron que yo no tenía nada contra él, pero que detestaba
la costumbre francesa de dar la mano a todo el mundo en todo momento (costumbre
que después prohibiría en el plató de Esto se llama la aurora).
Al igual que todos los
miembros del grupo, yo me sentía atraído por una cierta idea de la revolución.
Los surrealistas, que no se consideraban terroristas, activistas armados,
luchaban contra una sociedad a la que detestaban utilizando como arma principal
el escándalo. Contra las desigualdades sociales, la explotación del hombre por
el hombre, la influencia embrutecedora de la religión, el militarismo burdo y
materialista, vieron durante mucho tiempo en el escándalo el revelador potente,
capaz de hacer aparecer los resortes secretos y odiosos del sistema que había
que derribar. Algunos no tardaron en apartarse de esta línea de acción para pasar a la política propiamente dicha y, principalmente, el único que entonces no parecía digno de se llamado revolucionario: el movimiento comunista. Ello daba lugar a discusiones, escisiones y querellas incesantes. Sin embargo, el verdadero objetivo del surrealismo no era el de crear un movimiento literario, plástico, ni siquiera filosófico nuevo, sino el de hacer estallar la sociedad, cambiar la vida.
La mayoría de aquellos revolucionarios -al igual que los señoritos que yo frecuentaba en Madrid- eran de buena familia. Burgueses que se rebelaban contra la burguesía. Éste era mi caso. A eso se sumaba en mí cierto instinto negativo, destructor que siempre he sentido con más fuerza que toda tendencia creadora. Por ejemplo, siempre me ha parecido más atractiva la idea de incendiar un museo que la de abrir en centro cultural o fundar un hospital.
Pero lo que más me fascinaba de nuestras discusiones del "Cyrano" era la fuerza del aspecto moral. Por primera vez en mi vida, había encontrado una moral coherente y estricta, sin una falla. Por supuesto, aquella moral surrealista, agresiva y clarividente solía ser contraria a la moral corriente, que nos parecía abominable, pues nosotros rechazábamos en bloque los valores convencionales. Nuestra moral se apoyaba en otros criterios, exaltaba la pasión, la mixtificación, el insulto, la risa malévola, la atracción de las simas. Pero, dentro de este ámbito nuevo cuyos horizontes se ensanchaban día tras día, todos nuestros gestos, nuestros reflejos y pensamientos nos parecían justificados, sin posible sombra de duda. Todo se sostenía en pie. Nuestra moral era más exigente y peligrosa pero también más firme, más coherente y más densa que la otra.
Añadiré -Dalí me lo hizo observar- que los surrealistas eran guapos. Belleza luminosa y leonada la de André Breton, que saltaba a la vista. Belleza más sutil la de Aragon. Eluard, Crevel y el mismo Dalí, y Max Ernst con su sorprendente cara de pájaro de ojos claros, y Pierre Unik y todos los demás; un grupo ardoroso, gallardo, inolvidable.
Después del "estreno triunfal" de Un chien andalou, Mauclair, de Studio 28, compró la película. Al principio me di mil francos. Después, como la película tenía éxito (estuvo ocho meses en cartel), me dio otros mil, y otros. En total, siete u ocho mil francos, si no me equivoco. Hubo cuarenta o cincuenta denuncias en la comisaría de policía de personas que afirmaban: "Hay que prohibir esa película obscena y cruel". Entonces empezó una larga serie de insultos y amenazas que me ha perseguido hasta la vejez.
Hubo incluso dos
abortos durante las proyecciones. Pero la película no fue prohibida.
Yo había aceptado una
propuesta de Auriol y de Jacques Brunius para publicar el guión en la Revue du
Cinéma editada por "Gallimard". Buena la hice.
Resulta que la revista
belga Variétés había decidido dedicar un número íntegro al movimiento
surrealista. Eluard me pidió que publicara el guión en Variétés y yo tuve que
decirle que lo sentía mucho pero que acababa de darlo a la Revue du Cinéma.
Esto provocó un incidente que me planteó un problema de conciencia de suma
gravedad y que ilustra concretamente la mentalidad, el talante surrealista.
Algunos días después de
mi conversación con Eluard, Breton me preguntó:
-Buñuel, ¿podría usted
ir a mi casa esta noche? Habrá una pequeña reunión.
Yo acepté sin el menor
recelo y aquella noche encontré reunido al grupo surrealista completo. Se
trataba de un proceso en toda regla. Aragon, que desempeñaba con autoridad el
papel de fiscal, me acusó en términos muy duros de haber cedido mi guión a una
revista burguesa. Además el éxito comercial de Un chien andalou empezaba a resultar
sospechoso. ¿Cómo podía una película tan provocativa llenar el cine? ¿Qué
explicación cabía?
Solo frente a todo el
grupo, yo trataba de defenderme, pero era difícil. hasta oí preguntar a Breton:
-¿Está con la policía o
con nosotros?
Yo me encontraba ante
un dilema realmente dramático, aunque hoy tal vez haga sonreír la dureza de la
acusación. En realidad aquel problema de conciencia, muy enconado, era el
primero de mi vida. De regreso en mi casa, sin poder dormir, me decía:
"Sí, soy libre de hacer lo que quiera; ellos no tienen ningún derecho
sobre mí. Puedo tirarles mi guión a la cara y marcarme, no tengo por qué
obedecerles. Ellos no son más que yo".
Al mismo tiempo, sentía
otra fuerza que me decía: "Tienen razón, reconócelo. Te has creído que tu
único juez es tu conciencia, y estás equivocado. A esos hombres los quieres,
confías en ellos. Te consideran uno de los suyos. No eres libre como imaginas.
Tu libertad no es más que un fantasma que va por el mundo con un manto de
niebla. Cuando tratas e asirla se te escapa sin dejarte más que un rastro de
humedad en los dedos."
Este conflicto interior
me atormentó durante mucho tiempo. Aún hoy pienso en ello y cuando alguien me
pregunta qué era el surrealismo, respondo invariablemente: un movimiento
poético, revolucionario y moral. *
Finalmente pregunté a mis nuevos amigos qué querían que hiciera. Impedir que Gallimard publicara el guión, me respondieron. Pero, ¿cómo podría arreglármelas para ver a Gallimard? ¿Cómo hablar con el? Ni siquiera conocía la dirección. "Eluard le acompañará", me dijo Breton.
Allá fuimos los dos, Paul Eluard y yo, a hablar con Gallimard., Yo digo que he cambiado de opinión y que renuncio a la publicación del guión en la Revue du Cinéma. Me contestan que ni hablar, que he dado mi palabra y el director de la imprenta añade que las planchas ya están compuestas.
Regreso e informo al grupo. Nueva decisión: debo hacerme con un martillo, volver a "Gallimard" y romper las planchas.
Acompañado también por Eluard, vuelvo a "Gallimard" con un gran martillo escondido bajo el impermeable. Pero ya es tarde. La revista ya está impresa y los primeros ejemplares, distribuidos.
Finalmente pregunté a mis nuevos amigos qué querían que hiciera. Impedir que Gallimard publicara el guión, me respondieron. Pero, ¿cómo podría arreglármelas para ver a Gallimard? ¿Cómo hablar con el? Ni siquiera conocía la dirección. "Eluard le acompañará", me dijo Breton.
Allá fuimos los dos, Paul Eluard y yo, a hablar con Gallimard., Yo digo que he cambiado de opinión y que renuncio a la publicación del guión en la Revue du Cinéma. Me contestan que ni hablar, que he dado mi palabra y el director de la imprenta añade que las planchas ya están compuestas.
Regreso e informo al grupo. Nueva decisión: debo hacerme con un martillo, volver a "Gallimard" y romper las planchas.
Acompañado también por Eluard, vuelvo a "Gallimard" con un gran martillo escondido bajo el impermeable. Pero ya es tarde. La revista ya está impresa y los primeros ejemplares, distribuidos.
La última decisión fue
que la revista Variétés publicara también el guión de Un chien andalou (y asi
lo hizo) y que yo enviara a dieciséis diarios parisinos una carta "de
indignada protesta" en a que afirmara que había sido víctima de una infame
maquinación burguesa. Siete u ocho periódicos publicaron la carta.
Además, para Variétés y
para la Révolution surrealiste escribí un prólogo en el que declaraba que, a mi
modo de ver, la película no era más que un llamamiento al asesinato.
Algún tiempo después,
propuse quemar el negativo de la película en la place du Tertre de Montmartre.
Así lo habría hecho sin titubear, lo juro, si me hubieran dejado. Y aún lo
haría. No me importaría ver arder en mi pequeño jardín todos los negativos y
copias de mis películas, Me sería completamente igual.
Rechazaron mi
proposición.
Benjamín Péret era para
mí el poeta surrealista por excelencia: libertad total, inspiración límpida, de
manantial, sin ningún esfuerzo cultural y recreando inmediatamente otro mundo.
En 1929, Dalí y yo leíamos en voz alta algunas poesías de Grand Jeu y a veces
acabábamos revolcándonos por el suelo de risa.
Cuando yo entré en el
grupo, Péret estaba en Brasil, en calidad de representante del movimiento
trotskista. Nunca lo vi en las reuniones y no lo conocí hasta su regreso del
Brasil, de donde fue expulsado. Nos veríamos sobre todo en México, después de
la guerra.
Cuando yo rodaba mi
primera película mexicana, Gran Casino, vino a pedirme trabajo, algo que hacer.
Yo traté de ayudarlo, lo cual era bastante difícil, ya que yo mismo me
encontraba en una situación precaria. En México vivió con la pintora Remedios Varo
(Incluso tal vez se casaran, no sé) a la cual admiro tanto como a Max Ernst.
Péret era un surrealista en estado natural, puro de todo compromiso, y, casi
siempre, muy pobre.
Hablé de Dalí al grupo
y les mostré varias fotografías de sus cuadros (entre ellos, el retrato que me
había hecho) que les merecieron una opinión mediana. Pero los surrealistas
cambiaron de actitud cuando vieron los cuadros originales que Dalí trajo de
España. Fue admitido inmediatamente y asistió a las reuniones. Sus primeros contactos
con Breton, que se entusiasmó por su método "paranoico-crítico",
fueron excelentes. La influencia de Gala no tardaría en transformar a Salvador
Dalí en Avida Dollars. Tres o cuatro años después, fue excluido del movimiento.
Texto extraído textualmente del libro
Luis
Buñuel: Mi último suspiro (memorias)
Plaza
& Janes